"Los instintos: nuestra forma aprendida de adaptación"
Después de conocer las triadas y los eneatipos, damos un paso más en el mapa del Eneagrama: los instintos.
Aunque su nombre pueda confundir, no hablamos de impulsos animales ni de respuestas biológicas automáticas.
En el Eneagrama, los instintos son patrones aprendidos de comportamiento que desarrollamos para adaptarnos al medio y garantizar nuestra sensación de seguridad y supervivencia.
Mientras el Eneatipo explica cómo pensamos, sentimos y actuamos para mantener nuestra identidad, el instinto muestra dónde dirigimos nuestra energía para sentirnos a salvo y estables en la vida cotidiana.
Cada persona tiene los tres instintos —conservación, social y sexual transmisor —, pero uno suele predominar y marcar nuestras prioridades y reacciones diarias.

🪶 El instinto de conservación: cuidar lo esencial
El instinto de conservación centra su atención en mantener la seguridad, el bienestar y la estabilidad.
Su función principal es preservar la vida y la energía, tanto física como emocional.
Podríamos imaginarlo como una cigüeña: cuida su nido, planifica los movimientos, vigila el entorno y se asegura de que nada falte para mantener el equilibrio.
Las personas con predominancia en este instinto viven desde la idea de “me conservo para estar bien”.
Buscan sentirse cómodas, seguras y en control de su entorno. Dan valor al autocuidado, a los pequeños rituales del día a día y a las rutinas que les aportan estabilidad.
Cómo se manifiesta este instinto
El instinto de conservación se refleja en el cuidado del cuerpo: la salud, el descanso y la alimentación.
Son personas que saben cuándo necesitan parar, dormir o comer bien, y suelen mantener horarios estables que les permiten rendir y sentirse equilibradas.
También dan importancia al espacio físico: su casa o su lugar de trabajo son su “nido”, el sitio donde recargan energía y sienten que todo está bajo control.

Les gusta planificar, prever y organizar. Son detallistas, prudentes y previsores. Valoran tener un supermercado cerca, conocer a los vecinos, cuidar de su entorno y de las personas que forman parte de él.

Cuando el instinto se sobreactiva
Cuando este instinto domina demasiado, la persona puede vivir excesivamente pendiente de mantener la seguridad.
Aparecen la preocupación, la acumulación (“por si acaso”), el control de horarios o la necesidad de tenerlo todo planificado.
El miedo a quedarse sin recursos les lleva a ser muy ahorradores, o a veces, paradójicamente, a gastar para calmar la ansiedad.
También pueden caer en el exceso de comodidad o rutina, resistiéndose a los cambios que rompen su equilibrio.
Cuando el instinto se reprime
Si este instinto está poco desarrollado, la persona puede descuidar su cuerpo, su descanso o su entorno físico.
Le cuesta mantener hábitos regulares, puede saltarse comidas o no prestar atención a su bienestar.
Tiende a dispersarse, pierde energía y acaba agotada por no cuidar su base.

Hacia el equilibrio
El camino de integración consiste en encontrar un punto medio entre el control y la despreocupación.
El equilibrio aparece cuando el instinto de conservación aprende a confiar: en su cuerpo, en sus recursos, en su capacidad de sostenerse incluso cuando algo se sale del plan.
Cuando logran ese punto, transmiten calma, estabilidad y una energía muy sostenedora para los demás.
Se convierten en un faro de serenidad, alguien en quien los otros confían porque da seguridad sin necesidad de controlarlo todo.

"Conservar no es aferrarse, es aprender a cuidar lo esencial sin perder la libertad interior."
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